Hace 2 años, en este mismo lugar, durante el 1er Simposio del Centro  Mundial de Estudios Humanistas, hablamos sobre ética y acción política.  En aquella ocasión comenzamos diciendo: “Hoy en día las relaciones entre  ética y política son muy complejas y hasta tortuosas. A tal punto que  ambas parecen constituir universos antagónicos y en apariencia incompatibles entre sí".
               
Punta de Vacas, 10/31/10 "La  política es la única actividad que pareciera regirse por una suerte de  pragmatismo que depende casi por completo de las conveniencias  coyunturales”.
  
Hoy nos invitan nuevamente a hablar de política, esta vez como  fundamento para una nueva civilización. No está fácil, después de lo que  dijimos en aquella oportunidad y sobre todo cuando constatamos que esa  crisis se sigue profundizando cada día más.
  
Sin embargo, queriendo avanzar hacia una nueva civilización, y  habiendo hecho de la política nuestra forma de acción humanizadora,  intentemos esbozar un lineamiento para esta acción política de cara a  esa nueva civilización con la que todos soñamos.
  
Bien, pero comencemos con una pregunta: Si la dirección que ha tomado  el sistema que nos incluye fuese destructiva, como parece indicarnos la  experiencia cotidiana, ¿qué podemos hacer para modificarla? Pregunta  difícil de responder. Más aún hoy, cuando ese sistema ya no es local  sino global: ya no se trata de un país o de una región sino que del  mundo entero.
  
Esta no es la primera vez que el ser humano se encuentra en una  encrucijada histórica parecida, esto ha sucedido muchas veces antes.  Diferentes civilizaciones fueron reemplazadas, unas por otras. Lo  distinto está en que ahora no hay una civilización afuera de la crisis que pueda dar las respuestas necesarias. En un mundo  globalizado no hay nadie “afuera” de esa crisis. Entonces, la  respuesta no vendrá de afuera, ni tampoco podrá venir de ciertos líderes  iluminados que la impongan desde arriba a las poblaciones; en una época  de mundialización, la respuesta necesariamente la deberán encontrar los  pueblos en su conjunto, como verdaderos protagonistas de la Historia.
  
Hasta ahora el Ser Humano nunca ha logrado desprenderse del  comportamiento agresivo, y las sociedades que ha creado siguen estando  marcadas por la violencia. ¿Es posible erradicar la maldición de la  violencia desde las sociedades humanas? A la luz de la experiencia  histórica, estaríamos tentados a decir que no, que se trata de una  esperanza ilusoria. Sin embargo, también es cierto que en distintos  momentos han existido personas y causas que alcanzaron sus objetivos sin  recorrer el camino de la sangre y la destrucción; ellos nos sirven de modelos o referencias vivas para orientar nuestra  acción.
  
Establezcamos desde ya con claridad que una nueva civilización necesariamente deberá ser una civilización no violenta.
  
Y un nuevo referente, político o social, diseñado para una nueva  civilización, deberá sustentarse en dos pilares fundamentales: poner al  ser humano como centro, por encima de cualquier otro valor, y su forma  de acción ha de ser no violenta. Además, respecto del método de análisis de la realidad social, es necesario incorporar a la  subjetividad humana dentro de los factores relevantes que impulsan  cualquier proceso de cambios.
  
Afirmamos que el principal indicador para medir el éxito de una nueva  forma de hacer política ha de ser el retroceso de la violencia, hasta  su completa desaparición desde la convivencia social.
  
Porque, ¿Cómo puede ser posible que unas minorías impongan  condiciones francamente desventajosas para el conjunto y esas mayorías  ni siquiera intenten oponerse? La respuesta es muy simple: lo que sucede  es que no hay real democracia y, en estricto rigor, las mayorías no están decidiendo nada importante.
  
La democracia se sustenta en el equilibrio de poderes y en el  contrapeso que establece una sociedad civil fuerte y organizada para  limitar al Estado y al paraestado y controlar su funcionamiento. Cuando  un poder queda fuera de control porque no existen contrapoderes que lo regulen, el equilibrio se rompe y el sistema  democrático se distorsiona completamente adquiriendo un carácter  puramente formal, ya que las decisiones que estaban en manos del pueblo  en su conjunto pasan a radicarse en ese poder desbocado en manos de una minoría. Este es el caso del poder económico.
  
Una dificultad adicional es: ¿Qué contrapeso podemos oponer al  totalitarismo del capital financiero para limitar su acción, cuando ni  siquiera alcanzamos a percatarnos de su existencia y de su alcance?
  
El Estado se encuentra desacreditado, debilitado y se ha convertido  en dócil instrumento de esta nueva tiranía. Y por otra parte, el tejido  social, que era la base del poder de las poblaciones, se encuentra  totalmente desintegrado.
  
Para lograr el urgente propósito de contener al capital financiero es  necesario levantar contrapoderes que le arrebaten el dominio absoluto  que hoy ejerce, de modo que las sociedades consigan recuperar su  soberanía e independencia. En principio, existen sólo dos vías para crear esos contrapesos: por una parte, recuperando la  autonomía del Estado a través de la lucha electoral y en segundo lugar,  reconstruyendo el tejido social y la organización ciudadana mediante un  trabajo intencional en la base, capaz de articular un auténtico movimiento social. Así, el Estado podrá encuadrar al capital  mientras que la comunidad organizada encuadrará al Estado, regulando al  poder estatal.
  
Las transformaciones sociales y económicas que se requieren deben  orientarse a impedir cualquier forma de concentración de poder. Ese es  el gran desafío; eliminar toda forma de concentración de poder. Y en esa  dirección apuntan la superación de la democracia representativa por una plebiscitaria, la regionalización efectiva y la  empresa de propiedad de sus trabajadores, todas políticas necesarias en  una nueva civilización.
  
Una nueva civilización debería aspirar a construir una nación humana  universal, que básicamente consiste en una confederación de naciones,  multiétnica, multicultural, multiconfesional; se trata de la  convergencia de la diversidad humana. Para que ese nuevo mundo se consolide, se hace urgente y necesario modificar radicalmente  el sistema de relaciones sociales y económicas que hoy nos rige. Ha  llegado entonces el momento de poner a la economía al servicio del ser  humano y no al ser humano al servicio de un orden económico aberrante.
  
Es muy importante comprender que no se trata de una cuestión de  modelos sino que de prioridades. La salud y la educación son necesidades  humanas básicas y, como tales, se constituyen en derechos humanos  inalienables que deben ser asegurados igualitariamente. La verdadera revolución es, en el fondo, un asunto muy poco vistoso pero  profundamente significativo de reordenamiento de prioridades, poniendo a  la salud y la educación en el primer lugar. Y por el momento, el Estado  parece ser la única entidad que puede asegurarlo, así es que la sociedad debe proveer los recursos necesarios para que  cumpla su función sin postergación y con la máxima excelencia.
  
En lo económico, una nueva civilización deberá tener la forma de una  economía mixta en la que el Estado opera, podríamos decir, en consenso  con el mercado, estableciendo un nuevo contrato social con los actores  privados, entendidos ahora ya no como sectores antagónicos o  competidores sino que complementarios y sinérgicos. No estamos  propiciando, de ningún modo, un regreso al estatismo sino que  proponiendo la construcción de un gran acuerdo público-privado para  actuar en convergencia. El Estado puede planificar y coordinar muchas  cosas y eso no necesariamente significa centralizar la economía. Se trata de incentivar, de financiar, de premiar lo que  conviene y castigar lo que no conviene al conjunto, disolviendo  cualquier forma de monopolio.
  
Debemos ahora reflexionar sobre la cuestión del poder.
  
Siempre que se habla de democracia, se la asocia obligadamente a la  representatividad, como si existiera allí una frontera infranqueable  para la imaginación, que pareciera no atreverse a ir más allá de esos  límites. Por su parte, la clase política, temerosa de ser desplazada, se encarga de reforzar esa vacilación martillando sin pausas  acerca de la imposibilidad de gobernar sin partidos ni representantes.  ¿Qué innovaciones seremos capaces de proponer para superar esta dura  prueba que enfrenta hoy la democracia?
  
Cuando los partidos políticos se vinculaban realmente a los pueblos,  recogiendo y expresando las distintas sensibilidades colectivas que  estaban en juego, entonces tenían legitimidad y reconocimiento social.  Pero cuando sólo les interesó el poder, perdieron su autoridad como intérpretes y portavoces de la realidad social, que  era su único capital político. Entonces, esos referentes se convirtieron  en máquinas electorales productoras de funcionarios públicos y  abandonaron el vínculo directo con aquellos pueblos y sus problemas, para optar por una relación intermediada.
  
En realidad, la democracia recuperará su alma cuando el pueblo vuelva  a ser el protagonista. Pero esa energía colectiva va a manifestarse en  plenitud sólo cuando dicha participación sea sinónimo de decisión, cosa  que se hará efectiva si se ponen en marcha ciertas transformaciones de fondo al sistema democrático orientadas a  traspasar a la comunidad organizada niveles de decisión cada vez más  altos.
  
La fórmula de un Estado fuerte y un pueblo débil desembocó en los  totalitarismos estatales que aplastaban la libertad a través de la  violencia institucional. Un Estado débil y un pueblo débil han generado  un vacío de poder que permitió la irrupción de un ilegítimo estado  paralelo en manos del poder financiero internacional, el que mantiene “secuestradas”  a las sociedades mediante la imposición de condiciones de violencia  económica generalizada. Un Estado y un pueblo fuertes podrían establecer entre ellos un  equilibrio dinámico de poderes. Pero, en la medida en que las  comunidades adecuadamente coordinadas vayan aumentando su poder real, el  dominio estatal disminuirá proporcionalmente y la organización colectiva se irá acercando cada vez más al ideal de una  democracia directa. Y cuando los pueblos sean capaces de tomar todas las  decisiones respecto de aquello que los incluye directamente, entonces  la libertad dejará de ser una mera palabra para convertirse en realidad social, largamente anhelada y duramente conquistada.
  
Si antes se pretendió, erradamente, hacer la revolución prescindiendo  de la conciencia humana, hoy la revolución es, antes que nada, un acto  de conciencia. Las comunidades se verán enfrentadas al desafío de crear  nuevas formas de organización en la base social. Será necesario encontrar un nuevo tipo de organización, mucho más  flexible y capaz de responder dinámicamente a los esfuerzos que le  exigirá la situación de inestabilidad social generalizada. Estamos  seguros de que esas nuevas orgánicas estarán muy lejos de la morfología piramidal y jerárquica tan propia de esta prehistoria que  queremos abandonar y superar. Entonces, las relaciones verticales de  subordinación serán reemplazadas por una red de vínculos de coordinación  entre funciones diversas, sin un centro manifiesto del cual, más de  alguno, pudiera querer apoderarse para gobernar a todo el conjunto.
  
Proponemos avanzar hacia modos de autogestión popular que impidan,  desde su génesis, cualquier forma de dominación. El cambio verdadero no  es el reemplazo de un poderoso por otro, de un dominador por otro, sino  la total ausencia de poderosos y la superación definitiva de un orden social que implique dominadores y dominados.
  
Los humanistas siempre hemos tenido especial cuidado en considerar al  poder político sólo como un medio más —en ningún caso el único, ni  siquiera el más importante— para llevar adelante una revolución que,  entre otras cosas, aspira a desarticular para siempre la relación  perversa entre poder y violencia a través de formas de acción y de lucha  no-violentas.
  
Una revolución social humanista se caracteriza, básicamente, por una  reorientación de todo el sistema, de la acumulación a la distribución.  En una sociedad auténticamente humana el empeño estará puesto en mejorar  radicalmente las condiciones de vida de los pueblos por encima de cualquier otro interés. Una revolución política significa  básicamente la desconcentración del poder.
  
De acuerdo con nuestra concepción, esas verdaderas redes  intencionales que son los conjuntos humanos no requieren de ninguna  conducción ni estimulación externas a su propia iniciativa, sino que de  una adecuada coordinación. Es importante que se entienda bien la diferencia: si consideramos a los seres humanos como conciencias  activas, que no sólo reflejan el mundo sino que están siempre en  situación de transformarlo, entonces se vuelve por completo ilegítimo  interferir en ese proceso desde afuera porque lo que está en juego es la  misma libertad humana.
  
Entonces proponemos avanzar hacia un Estado coordinador, facilitador.  Este rol activo pero no coercitivo del Estado, no tiene nada que ver  con esa suerte de ausencia o parálisis estatal que propugna el neoliberalismo, sobre todo porque no se produce ningún  vacío de poder, al estar éste íntegramente radicado en la comunidad  organizada.
  
De aquí en adelante, todo el tema ha de ser la reorganización de la  base social, de modo que la potestad allí encarnada pueda manifestarse  con todo su potencial. Sospechamos, con esperanza y entusiasmo, que serán las nuevas generaciones que aparecen  ya en el horizonte, las que llevarán adelante este desafío, que no es  otro que el de la superación del sufrimiento que hoy afecta a millones,  para avanzar hacia la tan anhelada Nación Humana Universal.